jueves, marzo 11, 2010

El hombre que siempre estuvo aquí nunca. Por Carlos Battaglini.


EL HOMBRE QUE SIEMPRE ESTUVO AQUÍ NUNCA

© Carlos Battaglini

El ser humano siempre acaba decepcionando. Sale el sol. Eres un montón de huesos, un conjunto de células bañado por un río de sangre. Estás inundado de agua. El día es de playa. Tarde o temprano, tendrás que ducharte otra vez, tomar un café con leche, dar los buenos días, abrocharte un cordón, sentarte frente al ordenador, enviar un e-mail, recibir un sms, ir al dentista, esperar una cola, comprar naranjas, querrás que echen al gordo de Gran Hermano, esa cervecita, ya tengo el currito, ahora hipoteca, me caso, coche grande, hijos, pasta, más tranquilidad… Quieres además reconocimiento, deseas ser guay.

Nada ha cambiado. Memez es una diosa poderosa que domina las conversaciones, Messi es el mejor, como aquí, no se vive en ningún lado. La realidad, el día a día, es una sinfonía estática amenizada de una rutina transparente que te susurra, “ojalá consiga aparcar”. Una cabeza, dos ojos, dos piernas, dos orejas. No podemos hacer más, esto es lo que hay.

El sol reluce redondo, altísimo, colosal. En su interior.

Jerome David Salinger tenía 32 años cuando huyó de Manhattan. Ocurrió justo después de publicar y arrasar con su novela magna, El Guardián entre el centeno, en 1951. Nada más salir a la calle, las vivencias del protagonista, Holden Caulfield se convirtieron en la referencia de la adolescencia norteamericana, a la vez que el estilo del texto renovaba la esfera literaria mundial, introduciendo un lenguaje juvenil, fresco, cargado de una implícita erudición. Ese lenguaje que nos resulta hoy tan corriente, tan familiar, emana en gran parte de un río caudaloso, torrencial, pacífico, llamado J.D. Salinger.

Y bastó. J.D. conoció el éxito con 32 años y bastó. Eso era todo lo que había ahí fuera. Bigotes, calvos, cinturones. Salinger ya había recibido su ración de vida y exhausto se liberó de Manhattan para descubrir el mundo en Cornish, New Hampshire. Para descubrir el mundo. Era el momento de mirar hacia el interior. Era la ocasión del espíritu, la oportunidad de la realización, un nirvana absoluto. Empezó la fiesta continua, individual. Más allá.

Mientras, sobre un tráfico ruidoso de taxis amarillos, y desde el rascacielos de la redacción del semanario que descubrió su talento, el New Yorker, se rumoreaba, “ermitaño, egocéntrico, díscolo” ¿Dónde está Salinger? Clamaba toda la prensa mundial. Desde Cornish, mirando hacia el interior, despidiéndose de la razón, eligiendo el nombre de las cosas, sabiendo que sólo existe el camino de uno...desde Cornish volando…

En la calle, desde fuera, estaba claro: J.D. era un bicho raro que se había despedido del mundo demasiado pronto. Pero sólo Salinger sabía que ahora precisamente estaba por fin, viviendo, descubriéndose. Lleno de energía continuó desgarrando con los avatares de la familia Glass, con Seymour, los carpinteros, con ese relato superior, infinito, de título Teddy. Raro, huraño, sí, y J.D. volando, carteándose con jovencitas, rodeado de mujeres, casándose varias veces, escribiendo para sí mismo. Días de playa en el estómago. El sol saliendo por los intestinos.

J.D. siguió siempre celebrando un cumpleaños diario donde sólo asistía un invitado: él. Dos ya eran multitud, volando… Sabía J.D. que no era necesario aparecer para aparecer. Sabía sí, J.D. que daba igual salir o no a diario en la prensa, ser entrevistado, ganar aquel premio, ese dinero, obsesionarse con el protagonismo y el autobombo. Era inútil. Sabía J.D. que la buena literatura se quedaría, que el tiempo escribía; que el talento nunca pasaría inédito, la calidad es eterna, da igual cuando se descubra: la mediocridad se desvanece aunque se insista… nadie recordará a Belén Esteban en 2053.

Por eso, a J.D. lo seguiremos leyendo en el 3245, en el 7687, porque todo sigue, nunca hubo principio ni final, el tiempo es ingrávido, el buen arte omnipresente. Más allá del aparcamiento. Ya sabes, como decía Nietzsche, “donde tu no ves nada, yo digo, oh”.