miércoles, abril 27, 2011

A la mujer más extraordinaria

Esta habitación del hospital no es muy fría, estamos solas las dos. Yo con mi ordenador trabajando lo que puedo, pero me interesa mucho más mirarte a los ojos buscando algún signo de que sigues ahí y cogiendo las manos más suaves que he tocado en mi vida, para que sepas que nunca te dejé sola, y aguantando con todas mis fuerzas mis lágrimas por si me oyes.

Hago memoria y me traslado a mi infancia. Compartimos el mismo nombre. Eso significaba que el 1 de enero era una fiesta para nosotras. Te recuerdo siempre presente, siempre a mi lado. Desde pequeña me enseñaste a ser "una señorita", me inculcaste los mejores modales y siempre me mirabas para corregirme, pero con dulzura y delicadeza.

Eras sabia, siempre tenías la respuesta más inteligente para todos mis problemas y me hacías pensar más que nadie. Ahora entiendo tantas cosas que me decías...sobretodo que no buscara la perfección, y que hay que tener mucha paciencia en la vida. Incluso, en los peores momentos, me dabas lecciones de cómo reaccionar, siempre elegante pero, sobretodo, valiente, muy valiente.

Me fui a vivir contigo a los 14 años, ¡y qué bien nos lo pasábamos! no tenías miedo a nada, ni siquiera a los ladrones que en más de una ocasión entraron a casa. Les hiciste frente y les pediste explicaciones de por qué habían entrado. Presas del pánico se fueron como alma que lleva al diablo. Subías las escaleras hacia el techo de la casa en medio de la noche si oías ruidos extraños para comprobar que no había nadie, mientras yo esperaba con camisón y bata abajo, mirándote con admiración, y lo que más me impresionaba es que no veía ni rastro de miedo en ninguno de tus pasos.

Leías mucho. Siempre con tu lupa mirando la letra más pequeña, lo querías saber todo. Tenías en tu librería todo tipo de libros, pero los que más te gustaban eran las enciclopedias de medicina, por tu padre médico, y las revistas de moda.

Cuando me iba los veranos a Irlanda con 10 años, llamaba llorando a casa y me decías, Manu no llores, porque el año que viene vuelves otra vez. Y recuerdo haber llorado como una loca, y al año que siguiente volví. No te dejabas ablandar por lo llantos cuando sabías que era por algo que merecía la pena.

Eras tan guapa, tan presumida. Nunca te vi mal arreglada ni despeinada. Cuando llegaba del colegio me encantaba pasar al baño cuando te estabas arreglando antes de sentarnos a comer porque siempre seguías el mismo ritual. Sentada en el borde la bañera, vestida con una combinación de seda negra y encaje. En tu mano izquierda tenías un espejo que levantabas hacia arriba para mirarte los labios, y con la mano derecha te pintabas los labios de rojo, con tu pelo negro ondulado. Después aparecías en el comedor radiante, sonriendo y con mucho apetito.

Tu cumpleaños es... ¿el 7 o el 8 de noviembre? nunca lo supiste, y esa fue la excusa perfecta para no celebrarlo nunca, porque... ¿quién sabía tu edad? Y cada vez que cumplíamos años te enfadabas muchísimo.

No parabas de fumar marlboro, dos cajetillas diarias, pero lo más fascinante de todo es que nunca afectó a tu salud. Nada afectó a tu salud, salvo la edad.

Cuando íbamos a la playa, ¡qué bañadores tan bonitos tenías! Y en la cabeza, un turbante o una pamela. Y yo, a tu lado, siempre con una pamela de las tuyas, cómo me gustaban.

Eras una artista. Tenías un don para la pintura y para la estética. Qué ropa tan bonita, y nuestro color preferido, el rojo. No he visto a nadie hacer un portal de belén en una bandeja de plata y que con tan pocas piezas se viera algo tan bonito. O verte diseñar una celosía de madera medio árabe para que el carpintero hiciera la réplica y así ponerlo delante de un ventanal en la sala blanca de casa, y el resultado, como siempre, una obra de arte. O los cuadros que hay en casa pintados por ti, o las ideas tan exquisitas que tenías para decorar la casa. ¡Qué elegante eras! y siempre me llamabas chapucera porque yo era todo lo contrario. Una vez casi nos da un ataque de risa cuando te confesé que para hacer un trabajo de manualidades en el colegio usé pegamento para matar ratas porque no vi otro.

¿Y las Navidades? Íbamos a buscarte a tu casa, y para pasar cinco días con nosotros preparabas una maleta que tardabas en hacer más de toda una tarde, y de mal humor porque dejabas tu territorio. Llegabas a casa el mismo 24, y en muchas ocasiones decías que te llevásemos de vuelta porque querías dormir en tu casa. Siempre tan diva, pero a mi me encantaba que fueras así.

Nunca te importó lo que de ti la gente dijera, porque eras tan independiente e inteligente que ni siquiera te lo planteabas. Y mira que hablaban de ti...

Ingresaste varias veces en el hospital, y siempre cogí un avión allá donde me encontraba para estar contigo. Siempre nos obsesionamos con tu salud, pero no porque fuera precaria, sino porque pensar en que no estarías entre nosotros nos atormentaba.

Viajamos juntas a varios sitios. Cuando fuimos a Italia lo pasamos en grande mamá tú y yo, y no recuerdo haberme reído tanto en mi vida. Mamá siempre tan divertida, y bromeando siempre. Le entraban ataques de risa en los trenes y teníamos que salir al pasillo del vagón para poder disimular mientras tú te quedabas sentada en tu sitio hablando francés con quien fuera. Tú siempre a tu rollo. O cuando mamá aparecía por una esquina montada en un carruaje de caballos saludándonos y gritando ¡mamá, Manu! para que nos montásemos e irnos de paseo por toda la ciudad, y siempre con mucha alegría. Nunca te gustó caminar demasiado, pero cuando fuimos a Florencia te echaste a correr para coger el tren que nos llevaría a Venecia, y en la puerta pusiste en su sitio a todos los japoneses que pretendían empujarte para entrar antes que tú. Pero eso sí, no cargaste nada, para eso estaba yo. Y con qué gusto lo hacía.

Y a Madrid... fuimos un viaje las dos juntitas. Me hablabas en las turbulencias del avión para que no me diera miedo y cuando salía por las noches me esperabas despierta, y querías que te contara con quién había salido, los sitios a donde había ido, y si llegaba muy tarde desayunábamos las dos juntas. Por el día paseábamos por toda la ciudad y recuerdo que hacía un calor insoportable, y tú, que eras una artista, te hacías la desmayada por las paredes para que nos fuéramos a tomar algo a algún bar.

Tu especial sentido del humor, te reías hasta de tu propia sombra, y quien no te conociera no se daba ni cuenta de que le tomabas el pelo. Pero sobretodo eras muy buena, no he conocido a ninguna persona tan espléndida como tú. Lo tuyo era nuestro, y no pedías explicaciones de nada. Tus cambios de humor de la mañana a la tarde eran míticos, y si te cogíamos algo cruzada nos echabas de casa. Pero eso nos hacía reír, pues tu temperamento es lo que te mantenía con esa fuerza.

En el amor me aconsejaste muchas veces, y tus consejos siempre iban en una dirección: la dignidad de una mujer no se puede tocar. También me decías que perdonara ciertos vicios, y que la soltera, hasta que no se casara, tomaba parte en todo, eso me lo repetías constantemente.

Siempre te hiciste respetar muchísimo y cuando alguien se pasaba de la raya lo más mínimo enseguida se te cambiaba la cara y con una sola frase la otra persona sabía que tenía que recular. Y yo siempre te miraba con admiración.

Mi vida junto a ti ha sido preciosa, y te debo mucho de lo que soy. Eras tan luchadora y pasaste tantas vicisitudes, pero nadie te paró, y vivir con alguien así te enseña a luchar hasta la saciedad.

La vida sigue, y no espera por nadie, pero ahora, cuando entre a tu casa y no pueda decir ¡¡Mamaela!! para buscarte y comerte a besos hasta oír tu frase... ¡Basta, que me asfixio! me envolverá un sentimiento de vacío, de orfandad, de tristeza infinita.

Mi abuelita querida, mi mentora, mi amiga. Sé que te sentiré siempre, y que te preocuparás de hacerme ver que no me dejarás nunca, como yo nunca te dejé a ti.